LA SEÑORA DE MEDINA

La señora de Medina traía en su bolso lo mismo de cada mañana.
Las mismas cosas que aunque se repetían día a día, escribía cuidadosa y detalladamente en un pequeño papelito recortado a mano del borde de una hoja de diario.
Un litro de leche, cuatro pancitos, medio quilo de papas, cien gramos de mortadela y día por medio un paquetito de cincuenta gramos
de manteca de la Conaprole.
Las otras cosas, fideos, arroz, aceite, algún lujo enlatado rotulado
con el nombre de "arvejas", lo traía los martes, cuando el puesto de Subsistencias se instalaba a dos cuadras de su casa.
Cuando pasó por el boliche de la esquina, relojeó su interior sigilosamente.
Lo mismo de cada mañana.
En un pequeño vistazo advirtió que "El Cholo" seguía recostado a la misma mesa que había adoptado desde hacía tres años, cuando falleció "La Negra". Techera, sentado en un taburetito al lado de la puerta, admiraba el panorama interior, como proyectando su vista junto al triste rayo de sol de julio que se entremetía entre mesas y polvo. De a ratos, contemplaba cariñosamente cuatro pedazos de pastafrola que junto a otros dos de tortilla de papas reposaban en una desvencijada vitrina incorporada al mostrador. En ella, cuatro o cinco moscas se torturaban golpeándose una y mil veces la cabeza contra el vidrio, reprochándose la gula que les había hecho caer en aquel encierro.
El Gallego, digno representante de una raza que inmigró en los tiempos de las "vacas gordas", se afirmaba rígidamente en el mármol color gris sucio, atravesado por numerosas rajaduras.
La Señora de Medina volvió rápidamente su cabeza y se dedicó a estudiar el camino de siempre, las mismas baldosas levantadas, los mismos huecos barrosos, la misma suciedad removida por escobas rivales de una vereda a la otra.
Cuatro saludos, dos chimentos, una mirada indiferente, fueron los escollos que la Señora de Medina debió salvar antes de llegar a su hogar.
La misma puerta amarilla descascarada, que hacía un rato la había despedido, la recibió con un bostezo. Detrás de éste apareció su hijo, Esteban, el del buen empleo, buenas relaciones y novia de Pocitos.
Un beso fugaz y ni una sola palabra; igual que todos los días, fue la despedida de un muchacho de tez semimate que, con campera de napa marrón y pantalones de pana verde enfiló hacia la esquina para allí dedicarse a la espera del ómnibus.
La Sra. de Medina, desde el escalón de su casa contempló por minutos la paciencia de su hijo que a escasos cincuenta metros la ignoraba.
Un motor poderoso se unió al concierto multisonido de las nueve de la mañana.
Un monstruo alargado de color gris, con capacidad para treinta personas sentadas y un sinfín de cuerpos estrechados entre sí, se tragó a su hijo ante sus propios ojos.
Quizá a las siete de la tarde, el mismo monstruo o uno parecido lo vomitará en la misma esquina.
Con esta esperanza ingresó más tranquila a su casa.
La soledad, esa compañera de todos los días y todas la horas, la esperaba adentro

MANECO Y YO

Cuando, como todas las tardes, el sol se esconde atrás de la casa de Paco, sacamos con Maneco las sillas a la vereda, y cerveza de por medio conversamos de cosas que ninguno de los dos entendemos.
Maneco saca panza por debajo de su camiseta raída y agujereada.
Sus manos corren por aquel tremendo abdomen como con cariño. Como buscando la ubicación de los refuerzos de mortadela que fueron nuestro almuerzo.
Sus pies se escapan de las alpargatas que asoman sus bigotes al rocío, para frotarse uno con el otro.
Cuando ya hablamos un buen rato, Maneco entrecierra los ojos y empieza a buscar estrellas.
Yo, que lo conozco bien, sé qué es lo que va a decir de inmediato.
"Mañana va a estar fresquito". No importa que al otro día cante la chicharra y los gurises del barrio se desesperen buscando el caño de agua roto de turno. El siempre dice lo mismo cuando ya no tiene nada que decir.
Entonces me doy cuenta de que tiene ganas de irse al catre. Hábilmente lo tiento: "Te tengo que dar la revancha por la de ayer".
El frunce un poco la boca, se pega las dos últimas palmaditas en el vientre y asiente con la cabeza. Allí salimos los dos, chancleteando suave y sin apuro para el club "La Primavera" viejo testigo del barrio que nos recibe con su fachada amable y cansada.
Adentro lloran los vasos y se dibujan circulitos de líquido sobre el mostrador de madera pintada, descascarada y vuelta a pintar.
La concurrencia, vino o grappa en mano, se arremolina en torno al único nexo con el mundo exterior y la única inversión realizada en los últimos veinte años: el televisor color.
"¡Parece mentira", suelta Maneco mirando como con lástima al grupo de "pintas" que, hasta peor tratados que nosotros, se fascinan con las vivencias, aventuras y dramas de un infinidad de personajes tan irreales como la felicidad, que entre medio de propagandas de cosas que nunca tendremos, los atrapan sin piedad.
Maneco camina delante mío meneando la cabeza y enfila derechito para el casín.
Ahí empieza nuestro duelo de todas las noches.
El duelo que mantenemos desde hace más de seis años, cuando nos conocimos con Maneco.
Fue junto a un mostrador, aunque diferente a los que nosotros estamos acostumbrados.
En aquel no había ningún bolichero detrás, sirviendo alegría en vasitos diminutos. En aquel se apoyaba un empleado público, aburrido de la vida y de su suerte, que nos rechazó el formulario del Seguro de de Desempleo por estar mal los datos.
Así fue como nos conocimos con Maneco.
La verdad es que en un principio no me impresionó muy bien el gordo, pero en definitiva era un compañero con la misma desgracia que la mía.
La desgracia nos hizo equipo. Nos sentimos fuertes por estar los dos en la misma y armamos bruto "relajo" frente al infeliz que nos había despreciado los papeles.
Ninguno de los dos nos hubiéramos animado a hacerlo de haber estado solos, pero el sentirnos así, acompañados, apoyados el uno en el otro, nos hizo más seguros. Nos permitió protestar sin miedo, gritar lo que sentíamos y hacernos oír.
Cuando a mi me agarraba la tartamuda, Maneco empezaba a largar su vozarrón y cuando él se atragantaba yo me hacía oír.
¡Que bien que nos sentimos!. ¡Estábamos cambiando la realidad del país!. ¡Eramos líderes del movimiento obrero!. Hasta una puteada se largó el Maneco, al tiempo que yo le mostraba el dedo mayor de mi mano derecha al policía que vino a intervenir.
Ahí empezamos a vivir juntos, porque en la misma celda nos encerraron a los dos cuando fuimos a parar a la comisaría.

EL REGRESO DE JUANI

Juani sintió que los pies se le entumecían. Al mismo tiempo un temblor recorrió toda su espalda. 
- El diablo me pasó por detrás- pensó, recordando lo que su madre le decía cuando eso le pasaba.  
Miró a las demás personas que estaban sentadas cerca de ella. Todos hablaban en inglés. Escandalosos unos, murmulleantes otros, pero todos hablando en el idioma que escuchó durante los últimos diecinueve años de su vida.
Se ajustó los lentes con la mano derecha, mientras con la izquierda intentaba aproximarse a los ojos el cartón de embarque.  
- Asiento  14 C, pasillo, voy a poder estirar las piernas. 
Quizá hasta podría, si la suerte la ayudaba, ocupar los otros dos asientos, y dormir todo el viaje.  
- Dios quiera – dijo bajito y trató de esbozar una sonrisa. No pudo. 
Su mirada recorría una y otra vez todo el espacio que la rodeaba. Las luces, los anuncios, las pantallas, los uniformes, el ir y venir de cientos de personas arrastrando valijas con rueditas.
Jugó con el cartón de embarque una y otra vez. Lo golpeó contra los nudillos, lo tomó por las esquinas, lo hizo girar, lo volvió a leer. 
- Asiento 14 C. 
La boca se le volvió a secar. Pero el estómago ya no podía con tanta agua.
Una vez más abrió su bolso de viaje. Pasaporte, pasaje, formularios de migración, todo estaba ahí. Nada había cambiado en los últimos doce minutos. 
Casi dos horas la separaban del embarque. Dos largas horas, dos crudas, insoportables, interminables horas. Dos horas en las que, ¿por qué no?, podría “dársele la loca” y salir corriendo en sentido contrario al que había recorrido para llegar hasta allí. Salir del aeropuerto, tomar un taxi y regresarse a casa de los Stevenson.  
Seguro que ellos estarían aún en la puerta, mirando hacia el mismo lado por donde se alejó el taxi que la trajo al aeropuerto, con la esperanza de que regrese.  
Seguro que las dos niñas, Tina y Karla, estarían aún llorando y preguntando cuándo regresa Juani.  
Seguro que la Señora Stevenson se asomaría a la mitad de la calle para ver si, efectivamente, Juani regresaba.  
Seguro que si regresaba todos habrían de dar gritos de alegría y la pesadilla del adiós desaparecería para siempre.
Seguro. Con solo tomar la pequeña valija de mano, el bolso de viaje, e irse hacia la puerta, todo terminaba.  
Pero ¿y las valijas despachadas?. ¿Se perderían?, ¿acaso las destruirían cuando advirtieran que ella no embarcaba?.
No, seguro que si se aproximaba al mostrador de la puerta de embarque, la entenderían, darían la orden y una cincuentena de funcionarios del aeropuerto se abocarían a rescatar sus valijas.  
Seguro que sí. ¿Quién podría negarse a ello?. ¿Quién, al saber que ella volvería a casa de los Stevenson se negaría a ayudarla?.  Sería genial, un poco de coraje y ya. Volver con los Stevenson y desde la casa “llamar a papá y mamá y decirles que no vuelvo”.  
Juani se congeló. 
¿Decirles que el amor de los Stevenson, o mejor dicho, de las hijas de los Stevenson pudo más que el de ellos?. ¿Decirle a su madre que ya no la vería, y que si algún día volvía sería de vacaciones, con las dos hijas de los Stevenson?.
-¿Pero en qué estoy pensando?, ¿Qué locura es esta?.  
La ilusión de los últimos cinco años, el ahorro de los últimos cuatro, y el llanto de Tina y Karla durante toda la última semana desperdiciados de puro tonta? 
- Sentimientos encontrados - pensó, y volvió a consultar el cartón de embarque. 
- Asiento 14 C - aún seguía siendo el mismo. Podría estirar las piernas y si los dos asientos de junto quedaban vacíos hasta podría dormir.  
Una confusa voz se escuchó de pronto. No entendió qué fue lo que dijo. Solo estaba segura de que había nombrado la puerta 33. La suya. Sin embargo nadie de los que estaban cerca se inmutó. No sería importante.
¿Y si lo era?. ¿Y si estaban diciendo que el vuelo se demoraba? ¿Y si acaso se había suspendido? ¿Y si el vuelo ya se había ido? ¿Y si la habían dejado? ¿Y si era la única pasajera y la estaban buscando? 
Se aproximó al mostrador; una empleada de la aerolínea la miró con cara más que amable pero con gesto de pena. 
- Juani, no te vayas, lo pensaste bien? – dijo la empleada en el más puro “uruguayo”. 
- Te parece? – preguntó Juani tras lo cual se mordió el labio inferior y se chupó los dientes. 
- Claro que sí, quedate muchacha!!! ¿Qué vas a ir a hacer a Uruguay? ¿Cómo vas a dejar a los Stevenson? ¿Estas loca?  
Un gruñido con timbre femenino la despertó. La empleada ya no tenía la mirada amable, ya no sonreía y, como por arte de magia, ya no hablaba “uruguayo”.
Juani se sobresaltó, dio un paso atrás y lloró y rió al mismo tiempo. Giró y se regresó al asiento. Desde allí pudo ver cómo la empleada de la aerolínea le hablaba a otra mientras ambas la miraban. 
- Qué papelón – pensó y volvió a abrir el bolso de viaje.  
Tomó nuevamente el pasaporte, que estaba también junto al pasaje y los formularios de migración.
Lo abrió y miró la foto. Era ella, 8 años atrás, cuando lo renovó en la embajada.  
Cuando pensaba viajar a Uruguay a ver a sus todavía no tan viejitos padres. Viaje que descartó cuando nació Tina y los Stevenson la contrataron como “Nanny”. 
Miró una y otra vez su foto. Observó un rostro mas fresco que el que vió en el espejo del cuarto de servicio, en la casa de los Stevenson, cuando se anudó el pañuelo al cuello, justo antes de salir. 
Vió que aún no aparecían esas arruguitas que ahora la acompañaban y a las que ya se había acostumbrado.
Vió que en su naríz no estaba la marca que le dejan los lentes que ahora usaba. Y que aún no teñía el pelo.  
Se rió, pero fue una risa triste. Como de disimulo. Como de “cómo han pasado los años”. 
De pronto se le alumbraron los ojos, pero con luz de sorpresa.
¿Cómo estarían ahora sus padres?. No podrían estar igual que en las fotos que miraba todas las mañanas sobre la cómoda de su habitación de cuatro por tres y que no había cambiado en los últimos 10 años.  
Menos aún podrían estar como en la foto en la que estaba junto a ellos en la cena de Navidad de hace diecinueve años.  
Claro que los había visto por Internet. Claro que había recibido nuevas fotos. Claro que le habían dicho que estaban envejeciendo. Pero Juani seguía viendo, en su cabeza, a los mismos cincuentones que la despidieron en Carrasco, hacía ya diecinueve años. 
-¿Y como van a estar dentro de diez años mas?, ¿Estarán?
- ¿Y como me sentiré cuando no estén?
- ¿Y como lloraré cuando no estén?
- ¿Y cómo regresaré cuando no estén? 
Nuevamente una voz se escuchó por los altavoces. Esta vez la gente se empezó a poner de pie. Comenzaban a embarcar.
Juani tomó su valija y su bolso de viaje.
Se puso en la fila.
Miró el cartón de embarque 
- Asiento 14 C, voy a poder estirar las piernas. 
Una sonrisa leve, simple, quieta, pero sonrisa, se dibujó en su rostro.
 - Ya voy, mis viejitos.