MANECO Y YO

Cuando, como todas las tardes, el sol se esconde atrás de la casa de Paco, sacamos con Maneco las sillas a la vereda, y cerveza de por medio conversamos de cosas que ninguno de los dos entendemos.
Maneco saca panza por debajo de su camiseta raída y agujereada.
Sus manos corren por aquel tremendo abdomen como con cariño. Como buscando la ubicación de los refuerzos de mortadela que fueron nuestro almuerzo.
Sus pies se escapan de las alpargatas que asoman sus bigotes al rocío, para frotarse uno con el otro.
Cuando ya hablamos un buen rato, Maneco entrecierra los ojos y empieza a buscar estrellas.
Yo, que lo conozco bien, sé qué es lo que va a decir de inmediato.
"Mañana va a estar fresquito". No importa que al otro día cante la chicharra y los gurises del barrio se desesperen buscando el caño de agua roto de turno. El siempre dice lo mismo cuando ya no tiene nada que decir.
Entonces me doy cuenta de que tiene ganas de irse al catre. Hábilmente lo tiento: "Te tengo que dar la revancha por la de ayer".
El frunce un poco la boca, se pega las dos últimas palmaditas en el vientre y asiente con la cabeza. Allí salimos los dos, chancleteando suave y sin apuro para el club "La Primavera" viejo testigo del barrio que nos recibe con su fachada amable y cansada.
Adentro lloran los vasos y se dibujan circulitos de líquido sobre el mostrador de madera pintada, descascarada y vuelta a pintar.
La concurrencia, vino o grappa en mano, se arremolina en torno al único nexo con el mundo exterior y la única inversión realizada en los últimos veinte años: el televisor color.
"¡Parece mentira", suelta Maneco mirando como con lástima al grupo de "pintas" que, hasta peor tratados que nosotros, se fascinan con las vivencias, aventuras y dramas de un infinidad de personajes tan irreales como la felicidad, que entre medio de propagandas de cosas que nunca tendremos, los atrapan sin piedad.
Maneco camina delante mío meneando la cabeza y enfila derechito para el casín.
Ahí empieza nuestro duelo de todas las noches.
El duelo que mantenemos desde hace más de seis años, cuando nos conocimos con Maneco.
Fue junto a un mostrador, aunque diferente a los que nosotros estamos acostumbrados.
En aquel no había ningún bolichero detrás, sirviendo alegría en vasitos diminutos. En aquel se apoyaba un empleado público, aburrido de la vida y de su suerte, que nos rechazó el formulario del Seguro de de Desempleo por estar mal los datos.
Así fue como nos conocimos con Maneco.
La verdad es que en un principio no me impresionó muy bien el gordo, pero en definitiva era un compañero con la misma desgracia que la mía.
La desgracia nos hizo equipo. Nos sentimos fuertes por estar los dos en la misma y armamos bruto "relajo" frente al infeliz que nos había despreciado los papeles.
Ninguno de los dos nos hubiéramos animado a hacerlo de haber estado solos, pero el sentirnos así, acompañados, apoyados el uno en el otro, nos hizo más seguros. Nos permitió protestar sin miedo, gritar lo que sentíamos y hacernos oír.
Cuando a mi me agarraba la tartamuda, Maneco empezaba a largar su vozarrón y cuando él se atragantaba yo me hacía oír.
¡Que bien que nos sentimos!. ¡Estábamos cambiando la realidad del país!. ¡Eramos líderes del movimiento obrero!. Hasta una puteada se largó el Maneco, al tiempo que yo le mostraba el dedo mayor de mi mano derecha al policía que vino a intervenir.
Ahí empezamos a vivir juntos, porque en la misma celda nos encerraron a los dos cuando fuimos a parar a la comisaría.

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